VIII
Vivir, ya he dicho:
tener entre las manos un fajo de papeles:
un lápiz, libros, dibujos, sueños.
El alma al descubierto,
vulnerable.
Estar así. Beberse a uno mismo.
Sollozar.
Tomarse el invierno para tejer
una mansión de lino
vigilantes los senos
escondidos en la piel.
Vibrar.
Repasar las camisas, acomodar los sueños,
dejar en perfecta armonía los clavos, la canela,
el azúcar y los aromas.
Dejar el alma al despoblado,
musitar pequeños versos de Sor Juana,
olvidar castigos y derrotas.
Recordar el olor de un verano en Guanacaste.
Fruncir el ceño por placer,
sonreír por malicia.
Vivir,
acomodada entre sombras
aniñando los ojos
y olvidar, olvidar.
Imagen: Rebecca Green
En mi habitación tejo el viento
En mi habitación tejo el viento.
Ignoro si son remotas mis lágrimas
o si están guardadas al lado de amarillas
fotografías,
junto a dedales y agujas que sollozaron.
Cavilo uniendo las puntas de la aguja
con la lana.
Desatiendo la espera.
Tejo y olvido.
De pronto pierdo el punto
y un agujero se deshace sobre el sillón
y mis manos.
Quedo entrelazada toda
en un ovillo de amor y lumbre.
No sé
si tejo para esperarte
o si trazo en círculos
el viento
y mi mortaja.
Imagen: Guan Zeju
El ojo de la aguja
VIII
Al amor llegué con un grito de seda
y puse las dos mejillas,
el cuerpo y la conciencia.
Nada quedó de mí,
ni siquiera una carta,
ni siquiera un espejo en donde reconocerme.
Más aprendí a pasar
por el ojo de la aguja,
es decir, a perdonar sinceramente.
A perdonar la piel en el alambre,
a dolerme desde los pies
a la cabeza.
Lo perdí todo.
Y cuando entendí que no sabía defenderme de la gente,
respondí con una bofetada de ternura,
porque yo sé
que sólo los dulces heredarán la tierra.