Ayer estuve en una residencia de ancianos.
Entrelazada a los andadores, a los pasitos cortos y torpes, a las bocas desdentadas y a la desmemoria, estaba la ternura.
Había llegado la Befana ( la bruja que en Italia trae caramelos a los niños el día de la Epifanía) y algunos andaban con sus calcetines llenos de chucherías. Abrimos el calcetín de la abuelita que habíamos ido a visitar y sacamos unas cuantas monedas de chocolate. En menos de un minuto, un señor viejito como el mundo se nos acercó para que le diéramos una. Se la dimos y volvió a su silla. Tardó mucho en quitar el papel a la moneda, pero cuando lo consiguió, tardó muy poco en comérsela. Después se echó una cabezadita.
Poca conversación con frases cortas y sencillas. ¿Qué has comido hoy? Pasta ¿ Te han dado pastel? Sí ¡ qué árbol tan bonito! Vinieron los niños de la escuela a decorarlo.
Un señor de ciento cinco años miraba el infinito y una de las chicas que los cuidan le dijo fingiendo la voz de una bruja perversa: " Eres un viejecito de ciento cinco años, jejejeje" y él sonrió con su boca desdentada y dijo no con la cabeza-
Ciento cinco años, ni siquiera había estallado la primera guerra mundial cuando él nació...
Casi eran las seis y comenzaron a hacer cola en la puerta del comedor.Despacito. En silencio. La fragilidad aliada con la monotonía.
Me venían a la mente imágenes de mi trabajo en la escuela infantil. Había cierto parecido. Algo que une el principio con el fin y que va preparando para otro principio. Pero los niños son mucho más bulliciosos.
Nos fuimos despidiendo. Besamos a todos los que nos dijeron adiós y con cada beso la mirada les brillaba.
Al salir estaba emocionada . Siempre lloro cuando me siento cerca de la esencia de la vida.
( Cris Carrasco García)
Imagen: Francine Van Hove